viernes, 22 de abril de 2016

La primavera ha llegado.

La vista en el viaje en tren es encantadora: resplandece el verde, azuzado por la tenue luz del sol de la primavera. Los árboles se alzan en filas, como pacíficos soldados, como dulces servidores, como tranquilos guardianes de esta calma campestre. Casi puedo oler su tibio aroma. Y a veces se observan vacas, ganado, pequeñas casas, o pequeñas granjas con utensilios olvidados en el césped. Y a veces, también, personas que parecen arar, o estar revisando los cultivos, o incluso, a veces, observando el camino, las vías, como si esperaran a alguien, que viene en un tren, detrás del nuestro.

Es deliciosa, claro, esta calma. Usualmente. Sí, porque este clima de primavera, finalmente dejando atrás, lentamente, el frío y los vientos de invierno, le deberían poner a uno de excelente humor. Y todo mundo está de excelente humor. Todo evoca alegría, fiestas, noches iluminadas, y tiempos de placer.

Pero no para mí. Yo viajo con el pensamiento sacudido, agitadísimo. Tengo la mente atolondrada por momentos, perdida, sin poder hilar pensamiento alguno. Tengo la mente, en otro instante, llena de sangre, llena de impulsos, de pensamientos involuntarios provocados por los celos, por la paranoia, por la frustración, por la negatividad. Siento que hiervo. Y me consumo en medio segundo, o dos. Y después me sumo en la tristeza, en la profunda negatividad, tremendamente negativo. fatalista. 


Y de nuevo se repito en mi el ciclo, mientras, los demás, sonríen, por que la primavera ha llegado ya.

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