domingo, 11 de octubre de 2015

Y tú que creías haber llegado al paraíso mismo

Y tú que creías haber llegado al paraíso mismo: demasiadas cosas por hacer, por conocer, por ser vistas, realizadas, disfrutadas. Hedonismo, placeres, sueños plasmados.

Pero, claro, nada es lo que parece: olvidas que en casa sociedad hay una serie de reglas, que generalmente, al observador externo, parecen una especie de juego con pautas arbitrarias, ilógicas, absurdas incluso. Y así como en un juego de niños, eres obligado a jugar bajo esas reglas. Y es que no importa que no quieras jugar bajo ellas, porque antes de que te des cuenta, ya eres parte de esto, esto que ahora te parece una pesadilla.

Las reglas son de lo más barbaras, de lo más básicas, rudimentarias, y tanto, que casi te sientes en una sociedad de la época de las cavernas: porque se apela a lo más básico, a lo más animal, a lo más antropológico, a aquello de volar o morir. A la supervivencia. A postergar la especia, a dejar hijos, a no correr riesgos, a no intentar salir de lo establecido.

Y tú, que has volado algunas veces en el pasado, y que lo sigues intentando, haciendo, pese a tus caídas diversas, casi constantes, te toca tocar el papel de peon en un ajedrez que no alcanzas a entender: y no puedes, en forma alguna, subir de categoría. No puedes ser un caballo, una torre. Y tampoco puedes volar, claro está. No, eso está reservado a peones que, por alguna razón, incluso acaso por mero azar, tienen papeles superiores, casi majestuoso. Son ángeles, son duques, son emperadores, en este juego en el que el resto somos peones.

Pero es todo una ilusión. Es un juego, y no dejas de darte cuenta. Tus alas siguen, a final de cuentas, intactas, aunque con esas heridas que tú mismo te infligiste, pero que a final de cuentas, tú mismo realizaste, al vivir, al intentar, al fallar.  Y ellos, en cambio siguen sin darse cuenta de que son unos peones todos, y también los ángeles, los duques, los emperadores. Los ves grises, los ves groseros, los ves simples, los ves estúpidos, en lo superlativo de la ridiculez. Pero por un instante te duele que no sean capaces de ver tus imperfectas, sucias, lastimadas, pero aún altivas, alas.

Y es que es todo un juego. Todo está inventado. Y los dioses, los verdaderos dioses, o están muertos (perdón, Jesucristo), o están allá, tan cerca y tan lejos (perdón, Wim Wenders), allí, en Berlín, en el bancos, en las instituciones públicas y privadas y los bancos y el grupo parlamentario y quienes dictan lo que se dice en Bruselas.

martes, 6 de octubre de 2015

Y entonces te vuelves a enterar de algo

Y entonces te vuelves a enterar de algo, algo que ya sabías, que ya te habían contado, y que, en ese pasado reciente, te pareció fabuloso, excitante, maravilloso: sacrilegio suculento, pecado terrible, terriblemente placentero. Y te lo imaginabas muchas veces, lo evocabas con deseo profundo, queriendo haber estado allí, ser parte de ese acto sórdido, de ese exceso de hedonismo, de ese momento tan memorable, casi irrepetible.

Y entonces te vuelvas a enterar, sí, de eso, de lo que ya te habían contado, pero sólo que, esta vez, tienes más datos a la mano, y te das cuenta de que algunas cosas te las cambiaron: que los pecadores no fueron aquellos que tantas veces te imaginaste, sino verdaderos villanos; que fue un exceso, terrible, sí, y delicioso, sí, pero que te lastima, porque no esperabas que los protagonistas de ese pecado tres, cuatro veces capital fueran esas personas, esos demonios, esos hijos de puta.

Y entonces ves cómo, de manera casi ridícula, el objeto de deseo, de placer, de inmensas, casi inagotables evocaciones, es ahora es la anécdota que te revienta por dentro, que te hace casi lanzar un alarido de impotencia, de coraje, de envidia. Por que los pecadores no eran los que tú querías que pecaran.