Al fin, entre jardines, entre pequeños salones, entre gente que iba vestida para una fiesta magnífica, y a quienes no conozco ni deseaba conocer, me encontraba a su hermano. Sólo que su hermano parecía español, como siempre me imaginé a aquel a quien adorabas hace tiempo, a quien me dijiste que rompió to corazón luego de acostarse contigo innumerables veces. Me veía, sorprendido, reconociéndome, sin conocerme: aquel otro que te adora, aquel que no debería estar aquí, en este día de tu boda, para detenerla, para evitar que te cases con su hermano.
Él me veía entonces, es silencio, y con gran asombro, y también con algo de confusión, sin saber a ciencia cierta qué hacer, cómo proceder frente a mi. Yo me perdía también en ese silencio, y el que yo no pudiera moverme, debido a estar frente a él, rodeado de su silencio, frente a su traje negro, perfectamente planchado, y me quedaba atado a su lado, a su autoridad.
De pronto, aparecías, con prisa, atrás de él, con tu vestido blanco. Cosa curiosa: no me causaba dolor verte vestida de blanco toda. Venías sonriendo, como si le hubieras dicho algo a alguien, a tu espalda, y ahora, al volver la cabeza, al verme, te quedabas pálida, sin saber que decir, incluso sin cerrar la boca. Al vernos, sabíamos que lo nuestro seguía existiendo, y sabías que yo había venido explícitamente a robarte de su lado, de su mundo, para estar conmigo.
Y desperté entonces, a las diez de la mañana, en Poznan, solo, cuatro días después, un simple Lunes, y no pude evitar sentir el estómago ardiendo al recordar que, querida mía, te has casado ya.
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